Una silla de plástico y media naranja

May 11, 2025

En rehab me tocó la silla rota. Plástico blanco, típica de jardín, pero con una pata que cojeaba como si también necesitara terapia. Tenías que elegir: o te sentabas cómodo o sobrevivías. Yo, esa vez, elegí no partirme la cabeza. No por valentía. Era lo que había.

45 años tenía. Cuarenta y cinco. Y una lista de fracasos tan larga que si la imprimías salía con errores de tinta. Si fuera un currículum, me contratan… pero por lástima, no por talento. Llegué con mi mochila vacía—literal—y el ego agujereado, deshilachado como camiseta de dormir. Pensaba que era el peor. El fondo del barril. El que ni el barril quería. Un loser con ínfulas. De esos que leen a Bukowski pero no lo entienden. Ese era yo.

Y entonces conocí a El Tanque.

Veintidós años. Tres condenas bailándole en el horizonte. Un dragón en el cuello que te miraba con mala leche. Parecía que rugía si lo mirabas de frente. Cinco intentos de rehabilitación llevaba. Cinco. “La sexta es la buena,” decía con la boca llena de cereales. Sin leche, directamente de la caja. Dormía con un cuchillo bajo la almohada. “Por si acaso.” Nunca supe qué cosa exacta. Nunca quise.

Y María Jesús. Ella sí que era un poema. 64 tacos. Adicta al bingo online y a pastillas que suenan a nombre de nave espacial: Zolpidem, Triazolam, Clonazepam… Un desfile de sílabas imposibles. Parecía una abuela dulce, pero en versión rave. Siempre soltando perlas tipo “Si no puedes dejarlo, cámbialo por algo más barato.” Consejo inútil. Pero, oye, se agradece el entretenimiento.

Y luego yo. El señor en crisis existencial con manos que temblaban solo por intentar atarse los cordones. Soñando con ser comediante, pero dando más pena que gracia. La vibra era “Bukowski de barrio mal editado”. Una noche, en grupo, nos lanzan la pregunta: ¿qué querías ser de mayor?

Y me sale, sin filtro: “Cómico.” Así, a pelo.

Silencio.

Y después, risas. Buenas. Reales. No burlonas, no incómodas. Solo… risa de gente rota que encontró el mismo hueco. “Bueno, al menos ya tengo público,” dije. Primera vez que me reí con ellos. No de mí. Con ellos.

Ahí algo se rompió. O se soltó. O se movió un poquito, sin hacer mucho ruido.

Hasta ese punto, para mí, reír era escapismo. Una puerta de salida. Pero ahí me di cuenta—o al menos intuí—que también puede ser lo contrario. Una forma de volver. De encontrarte otra vez. De decir “aquí estoy”, aunque estés hecho trizas.

Salí de rehab con un cuaderno lleno de garabatos. Frases sueltas, ideas de chiste, teléfonos de gente que seguramente no vuelva a ver. Pero eso no fue lo importante. Me fui con algo que no pesa, pero ocupa: saber que no estoy acabado. Que 45 años y reputación chamuscada no son el final, son… bueno, el nudo. El medio. Algo así.

Ya no creo ser el más perdido. Soy uno más. Y si un día me toca sentarme otra vez en una silla coja para recordarlo, que sea. Pero que no sea de plástico.

Estas costillas ya han tenido suficiente fiesta.

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