El día que maté (el humor, no la audiencia)

May 18, 2025

El día que maté… no, no a nadie. Bueno, sí. Al humor. Porque la audiencia ya venía rota de casa.

En rehab teníamos ese ritual: círculo de sillas de plástico—sí, de las traicioneras, las que te hacen cuestionar tu peso emocional y físico cada vez que te acomodas—y todos mirando hacia el centro como si ahí hubiera respuestas. Café de máquina, con ese regusto a derrota tibia, y una terapeuta con esa cara que solo tienen los que han visto el mismo dolor repetido en diferentes disfraces. Ella ya nos conocía antes de que habláramos. O al menos parecía.

Ese día, justo antes de que me tocara, habló Sergio. Tipo callado. Había estado tres semanas sin soltar una lágrima. Pero esa mañana… explotó. Sin previo aviso. Contó cómo, después de que muriera su madre, se encerró en el coche durante tres días. Dos botellas de ron, un disco de Alejandro Sanz en repetición infinita y ninguna intención de salir. Se le fue la batería del coche, y por lo que entendimos… también algo adentro. Lo dijo sin adornos. Como quien ya lo asumió, pero aún no lo ha entendido del todo.

Silencio. De esos espesos. Gente mirando al suelo. Algunos moviéndose apenas, como si el cuerpo intentara esconderse del todo. El tipo al lado mío cruzó los brazos. Yo pensé: “Ok, esto está oscuro. Es mi turno. Vamos a meter algo de luz. Algo de risa. Algo.”

Mal. Muy mal.

Arranqué con una que tenía en la cabeza desde hacía días. “Hola, soy Lucas, y mi droga de entrada fue la autoestima. Pero estaba adulterada.” Lo solté con media sonrisa. Como quien lanza una cuerda esperando que alguien la agarre.

Silencio.

Pero del malo.

Ni una mueca. Ni ese gesto de ‘meh’ que a veces te tiran por cortesía. Solo… ojos bajos. Una señora se sonó la nariz. Me entraron los nervios, obvio. Y cuando me pongo nervioso, hago lo peor: duplico la apuesta.

“Yo no sabía que tenía un problema hasta que intenté dejar de consumir… y resultó que mi camello me hacía mejores horarios que mi jefe.”

Nada. Cero. Casi podía escuchar cómo alguien por dentro decía “¿En serio, tío?” Otro tipo me miró con una mezcla de pena y fastidio. Como si le hubiera contado un chiste malo en un funeral. Y supongo que eso era, en parte, lo que estaba haciendo.

Así que, en lugar de parar, que sería lo lógico, solté otra.

“Una vez intenté ir a una sesión de Alcohólicos Anónimos, pero me equivoqué de sala y acabé en meditación budista. Me quedé, claro. Era gratis y daban té.”

Ahí, alguien suspiró. No de alivio. Más tipo “¿cuándo se calla este?”

Y creo, no estoy seguro, que fue mi alma la que suspiró. Como si dijera: “Hasta aquí llegamos, colega.”

Intenté cerrar con algo que sonara un poco más profundo. Una frase de esas que suenan a que aprendiste algo, aunque sea mentira. Dije: “Ahora llevo X días sobrio y estoy aprendiendo a quererme… al menos lo suficiente como para no meterme más cosas raras por la nariz.”

Error. Fatal.

La terapeuta me miró con ese gesto neutro que solo tienen los profesionales cuando quieren que te calles sin decírtelo. Me dijo: “Gracias, Lucas.” Sin sonrisa. Sin calor. Solo “Gracias, Lucas.”

Que en idioma rehab quiere decir: por favor siéntate antes de que sigas cavando.

Salí de esa sesión como si me hubieran metido en una licuadora emocional. Más roto de lo que entré. Sentí que había fallado como adicto en recuperación, que ya duele… pero más aún, había fallado como cómico. Y ese golpe… joder, ese se siente en el estómago.

Esa noche, ya solo en mi cuarto, escribí una frase. Sin buscar el chiste. Sin estructura. Solo lo que me salió:

“Hoy aprendí que no todos los silencios se llenan con chistes. Algunos solo necesitan que te calles y escuches.”

Fue la primera vez que no me reí de mí. Solo me escribí.

Y, por raro que suene, ahí empezó algo. No sé qué. Pero empezó.

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