El primer escenario: una risa amarga

June 8, 2025

La primera vez que me senté en ese círculo de sillas de plástico, en la clínica de rehabilitación, fue para hablar de sueños. No de los que tienes por la noche, sino de esos que te empujan a levantarte por la mañana. La terapeuta, una mujer con la paciencia de un santo y la mirada de quien ha visto infiernos personales, nos pidió que compartiéramos nuestras ambiciones, lo que queríamos ser “cuando saliéramos de aquí”.

Uno a uno, fueron soltando sus deseos. Historias de redención.

Un tipo con los ojos hundidos, que parecía llevar el peso de una década de ausencias, quería “volver a ser un padre para mis hijos”. Una mujer, con cicatrices que contaban historias de agujas y noches perdidas, soñaba con “que mi madre vuelva a estar orgullosa de mí”.

Hablaban con una sinceridad que a mí, por dentro, me irritaba hasta el tuétano.

Escuchaba sus voces quebradas, sus promesas al aire, y pensaba: “¿Orgullo? ¿Tus hijos van a querer un abrazo con esas marcas de heroína en los brazos? ¿Tu mamá va a querer un beso de esa boca sin dientes?” Era el cinismo del adicto, la autodefensa del que se siente peor, riéndose de la esperanza ajena.

Mi turno. El silencio se hizo denso. No tenía hijos que me esperaran, ni padres a quienes impresionar ya. Mi vida era un páramo de decisiones equivocadas y botellas vacías. La terapeuta me miró, esperando la gran revelación, el propósito noble que me sacaría del abismo. Y lo único que me salió, lo único que se formó en mi cabeza con una claridad casi insultante, fue: “Ser un cómico.”

La terapeuta parpadeó. Una, dos veces. Su expresión, antes de compasión, se volvió una mezcla de incredulidad y fastidio. “¿Un cómico, Lucas? ¿No hay alguien por quien quieras hacer esto? ¿Alguien a quien quieras demostrarle que puedes ser mejor?” Su voz era suave, pero el mensaje era claro: no me estaba tomando en serio. Y justo ahí, en ese instante, en medio de ese círculo de dolor y redención, ser un cómico se convirtió en un estúpido acto de desafío. Me juré a mí mismo que pisaría un escenario.

Que lo haría, aunque fuera solo por joder.

Salí de la clínica con esa promesa grabada a fuego. Semanas después, mientras intentaba reconstruir mi vida con la torpeza de un niño aprendiendo a caminar, me topé con un mensaje de Facebook: “Noche de micrófono abierto en Sitges”. Mi dedo se movió solo. Fue un “rage sign-up”, una inscripción impulsiva, nacida de la furia y la necesidad de demostrar algo.

Pasé semanas, noches enteras, preparando material. Pulía chistes, cronometraba pausas, escribía y reescribía. Quería que fuera perfecto.

Quería que se rieran conmigo, no de mí.

Y llegó el día. Un pequeño bar en Sitges, con luces tenues y el olor a cerveza rancia. El escenario era una esquina con un micrófono y un foco. Mi corazón latía como un tambor de guerra. Era mi momento. Arranqué con un chiste que me parecía infalible, algo sobre la extraña licencia que tenemos los cómicos y los músicos para estar drogados y que sea “cool”.

“Sabéis, los cómicos y los músicos somos los únicos que podemos subir al escenario hechos polvo y que la gente diga: ‘¡Qué auténtico!’. Imaginaos a un anestesista antes de operarte, mirándote con los ojos vidriosos y diciendo: ‘Estoy tan puesto ahora mismo, que no me acuerdo ni de mi nombre’. Y tú pensando: ‘¡Coño, qué arte!'”

Silencio. Ni una mueca. Ni un suspiro.

Solo miradas vacías, como si les hubiera recitado la lista de la compra.

Me entró el pánico. Lancé el segundo, uno sobre la dificultad de los adictos en recuperación para encontrar la normalidad, para encajar en un mundo que no entiende de recaídas ni de victorias pequeñas. “Dicen que la normalidad es la droga más difícil de conseguir. Porque no la venden en la calle, te la venden en el súper, en la sección de verduras, y te miran raro si la pides con ansia.”

Nada. Cero. El silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.

La vergüenza me quemaba la cara.

Entonces, algo hizo clic. Me rendí. Tiré el guion por la borda y empecé a hablar. A soltar lo que realmente me había pasado por la cabeza en rehab. Esas noches en el círculo, escuchando las historias de los demás, y mi propia miseria, mi propio cinismo, riéndome por dentro de sus lágrimas. Hablé de la irritación, de la envidia, de la autodestrucción que me llevó a ese punto.

Y entonces, la risa. No la que yo esperaba, no la que buscaba con mis chistes perfectamente elaborados. Se rieron. Pero se rieron de mí.

De mi patetismo, de mi honestidad brutal, de mi alma expuesta.

Al principio, me jodió. Me sentí como un payaso, como el hazmerreír. Pero luego, mientras el eco de sus risas resonaba en el bar, me di cuenta. Dios, o el universo, o lo que sea, había hecho mi risa tan lamentable, tan cargada de errores y de dolor, que quizás ya tenía todo el material que necesitaba. Quizás, ser un cómico no era sobre contar chistes, sino sobre contarme a mí mismo. Y eso, por fin, me pareció un buen comienzo.

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