El Micro Abierto y Mis Garabatos

August 29, 2025

La primera vez que subí a un escenario después de la rehabilitación apenas podía llamarse escenario. Era la esquina de un bar diminuto en Poble Sec, con un suelo que se pegaba a las zapatillas, dos altavoces que zumbaban como insectos moribundos y un puñado de personas que ya parecían arrepentidas de haber salido un martes por la noche.

El tipo que actuó antes que yo intentó una serie de chistes sobre Trump en español. Nadie se rió. Uno tosió, largo y húmedo, como un remate torpe. El presentador me pasó el micro como quien entrega una patata caliente.

Yo llevaba mi cuaderno, el mismo que llenaba de garabatos en las madrugadas cuando el insomnio pegaba más fuerte que el mono. La mitad de las páginas manchadas de café con leche, la otra mitad repleta de tonterías que a las tres de la mañana parecían brillantes: “¿Los pingüinos creen en Tinder?” o “Si el fondo del pozo tuviera oficina de turismo, ¿vendería postales?”

Lo abrí con las manos temblando. El primer chiste no funcionó. El segundo, peor. Al tercero ya notaba al camarero preparado para subirme el volumen de Manu Chao y sacarme de en medio. Entonces, casi por desesperación, solté una frase que había robado de mi anestesista en desintoxicación: que la vida es simplemente “robar un beso antes de la operación”.

Y alguien se rió. No una risa educada ni de compromiso. Una risa real, corta y aguda, de una mujer sentada al fondo. Fue suficiente para aflojarme el pecho. Suficiente para creer, por un segundo, que quizá la sobriedad era esto: cinco minutos de humillación a cambio de dos segundos de luz.

La gente piensa que la recuperación es una línea recta. Vas a rehabilitación, te limpias, consigues trabajo, alquilas un piso, pagas impuestos y sigues adelante. Pero no es así de limpio. Es más torcido que el tráfico de Plaza España. Un día cuentas los días sin beber; al siguiente intentas descifrar qué impuestos te van a morder si algún día vendes un piso en Barcelona. Yo lo descubrí con un amigo que acababa de vender el suyo y al que le cayó encima una ganancia patrimonial que no esperaba. Me señaló Parkrose Properties y me dijo: “Lucas, no esperes a estar firmando. Léete esto. La letra pequeña puede doler más que una recaída.”

Y tenía razón. Porque igual que no subes a un escenario a ciegas, tampoco puedes lanzarte a la vida sin preparación. Los apuntes importan. La experiencia de otros importa. Y a veces leer lo que otro ya ha pasado te salva de estamparte contra el mismo muro.

Aquella noche, al llegar a casa, no intenté escribir un chiste nuevo. Escribí solo una frase: “Acuérdate: la risa es real. No la vendas barata.”

Y quizá para mí la comedia ahora sea eso. No los aplausos, no la fama, no las luces de estadio. Solo la prueba de que todavía puedo convertir un trozo de dolor en un sonido que está vivo.

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