La noche que le robé un chiste al anestesista. O quizás, solo me lo prestó. Y yo, por cobarde o por necio, nunca se lo devolví. Esa noche fue, de algún modo, el punto de inflexión, el momento en que empecé a querer salir del pozo del alcohol y la cocaína y, de paso, a soñar con el escenario.
Había llegado a la clínica de rehabilitación después de una sobredosis que casi me cuesta la vida, y la intervención del anestesista para estabilizarme fue el último recuerdo lúcido antes de sumergirme en el proceso de desintoxicación.
No sé si era jueves o si la morfina ya jugaba con el calendario. Lo que sí recuerdo era el olor a desinfectante, ese que se te mete hasta en los sueños, y el zumbido constante de las máquinas. No era un hospital cualquiera—era la clínica de rehabilitación de que os conté la semana pasada, mi enésimo intento por enderezar lo que ya parecía irrecuperable. Había batas por todas partes, blancas, impolutas, y yo, envuelto en una mía, sentía la cara que me picaba, una mezcla de abstinencia y nerviosismo. El gotero hacía un tictac monótono, y mi mente, ya medio ida por la medicación, se aferraba a la imagen de una bicicleta que perdí en 2003. Un ancla absurda en medio de la deriva de mi vida.
El tipo, con unos ojos que parecían haber visto demasiadas despedidas y demasiados despertares, se inclinó. No era un anestesista cualquiera, era uno de esos médicos que ven más allá de la enfermedad, que entienden el alma rota. Su voz, un susurro que competía con el tictac del gotero, me soltó la frase.
“Si todo va bien, no te vas a acordar de nada.”
Y a mí, en ese duermevela previo al abismo, me sonó a promesa de amor eterno, a verso de canción triste, a la frase perfecta para un reencuentro en una rave sin rave. Pero sin rave. Ni beso. Solo ese sonido del aire que no es aire, sino otra cosa. Me dormí con esa idea flotando, como una burbuja de jabón a punto de explotar, la promesa de un borrón y cuenta nueva, la esperanza de que, al despertar, la necesidad de alcohol y cocaína se hubiera desvanecido.
Desperté. La boca del estómago me dolía, o tal vez era el estómago de la boca, no lo sé. Pero la frase seguía ahí, intacta, como un regalo que no pedí. Y con ella, una extraña claridad. Fui a la parte de la clínica que ya sentía como casa, y la escribí en una servilleta de papel, de esas que se arrugan con solo mirarlas. La metí en una caja que huele a colonia barata y a errores, pero ahora, quizás, también a nuevas posibilidades.
Tres meses después, o cuatro, da igual, la solté en un bar que olía a cebolla frita y a sueños rotos. Ya no era el mismo bar de antes; era un local de micrófono abierto, mi primera incursión en el mundo del stand-up. La frase, esa que no era mía, salió de mi boca como si siempre hubiera vivido ahí: “Si todo va bien, no te vas a acordar de nada.”
Pausa. Miradas. Una chica se rió y luego tosió. O fingió toser. No era una risa limpia, era más bien un eco de la mía, de esa que a veces suelto para llenar huecos, para evitar la incomodidad. Y ahí, en medio del humo y el ruido, sentí que la frase no era mía. Que yo solo era el mensajero que se quedó con el sobre, de esos que lo abren, leen algo bueno, y deciden que es suyo.
Esa noche, el sueño no llegó. Porque alguien, en algún sitio, estaba soñando con una frase que ya no le pertenece. Me encendí un cigarro que no encendí, porque ya no fumo, pero me lo encendí igual. Y pensé en él, el tipo de los ojos tristes. Que tal vez no era un anestesista. Que tal vez era yo. Diciéndome a mí mismo lo que necesitaba oír. Olvidar el pasado. Reír de la vida. Perder el miedo.
El chiste, o lo que fuera, me sigue mirando desde una servilleta que ya no sé si quemé, si sigue en la caja que huele a colonia barata y errores, o si me la inventé toda. Como todo lo demás. Pero ahora, al menos, sé que quiero contarlo en un escenario.